PÓLVORA Y CONFORT

lunes, 15 de noviembre de 2010

LA SOLEDAD DEL TEATRO

EL PASILLO A MEDIA LUZ te obliga a caminar con precaución sobre la impecable alfombra. Tus pasos ahora son lentos pues tienes la sensación de que tu espinilla se estrellará con un objeto inesperado en cualquier momento. Si caminara un insecto junto a ti podrías escuchar el clamor de sus crujientes pasos, de ese tamaño es la soledad silenciosa en la que te encuentras. Te detienes unos segundos, degustas la frialdad del pasillo, su limpieza extrema y continúas con el recorrido tratando de no perderte. Conforme vas avanzando, el vacío del lugar te hace preguntarte cómo es posible que una construcción creada para las multitudes pueda ser sólo tuya esa mañana.

El camino de ese pasillo siempre es una curva, si… una curva que va acompañada cada cinco pasos por la puerta de un palco; esto último lo sabrás después claro, en ese momento tienes la impresión de que giras en un círculo infinito, como en la película donde el actor siempre llega al mismo punto una y otra vez. Sería honesto aceptar que tienes un poco de miedo y que la presencia de esa puerta comienza a perturbarte, te pone nervioso y si no fuera por que descubres que en cada una de esas entradas hay un número consecutivo en la parte central, enloquecerías. Ahora sólo es cuestión de que decidas en cuál de ellas entrar.

Cuando abres la puerta del palco sucede lo impensable: una multitud de gente adinerada te recibe con aplausos y gritos llenos de euforia. Con una mano te tienes que cubrir los ojos pues tres reflectores estridentes apuntan hacia ti; con la otra, agradeces la vehemencia con la que te recibieron los desconocidos pingüinos. Por razones que no conoces, todos los caballeros van vestidos de esmoquin color blanco y sombreros amarillos, verdes, anaranjados, todos muy llamativos y chillantes. Las mujeres llevan antifaces con diamantina e innecesarias sombrillas para un recinto que es techado. Dónde quedó el espacio de tranquilidad que esperabas –te preguntas decepcionado–. Cuando por fin tomas asiento, después de varios minutos de júbilo, la energía de los sonidos, de las luces y del teatro completamente lleno regresan a una aparente normalidad.

Y vaya que es aparente pues a partir de ese momento ya nada de lo que pasa sobre el escenario importa - el acto de clawn expuesto en el entarimado momentos antes de tu entrada al palco se detiene - pues ahora lo relevante es ver cómo los adinerados bailan sin ritmo con las sombrillas de sus esposas. Los señores se colocan narices rojas y la fiesta de serpentinas y confeti te hace sentir en un carnaval. Es una patética demostración adictiva que en un principio te incomoda pero que termina controlándote con un ataque de risa. Cuando los hombres se suben a las butacas y cantan desafinados, el dolor en la boca del estómago por tanto reír es insoportable por lo que prefieres cerrar los ojos antes que morir. Los papeles han sido cambiados: ahora los protagonistas ven actuar al público.

Abres los ojos y te das cuenta que estás sentado en la primera fila sin saber qué pasó con toda la gente. Esto no impide que te alegres por sentir la fuerza del recinto solitario que tanto anhelabas. El silencio regresa y con él regresa la tranquilidad. Con tu mirada expectante recorres cada uno de los rincones del lugar vacío: el Anfiteatro, el Primer Piso, la Galería, la sección de Luneta… hasta que por fin, casi por casualidad, llegas al palco en el que estabas sentado. La puerta de esa entrada número veintiuno permanece cerrada como si nadie la hubiera abierto en su vida.

Miras tu reloj sentado en la butaca central de la fila uno, son las once con quince de la mañana de un martes cualquiera y el silencio absoluto te marea, te hace volver a examinar cada rincón del teatro que te parece cada vez más grande y hermoso. Comienzan los sonidos a entrar en tu mente, es la ciudad que está moviéndose con violencia e ira en las calles cercanas. Es la metrópoli que se expande por las arterias del país mientras que tú permaneces sentado como un muerto. El rugir citando es cada vez más poderoso, te atrapa, te hace crear tus propias historias sobre el escenario. Te transforma en el mejor director del mundo al crear personajes impensables que llenan cada espacio del templete y cantan al ritmo de la orquesta que sólo tú escuchas. El mareo regresa, son tantas las imágenes invisibles que actúan sólo para ti que no puedes soportarlo. Tienes ganas de vomitar y sacar tu rabia mientras que afuera todo fluye con furor. Un enorme peso cae sobre tus hombros y te propone ponerte de pie y salir corriendo del lugar. Pero no lo haces, te recuestas sobre la butaca, prendes un cigarrillo y decides soportar el peso descomunal de un teatro completamente solo.